Trolebús jubilado

Mi corazón defeño se rompe un poquito cada vez que me subo al metro y va hasta la madre; cada que los automovilistas no le ceden el paso a un peatón o se detienen en la cebra peatonal; cada que un pendejo se estaciona en doble fila o en una rampa para personas en silla de ruedas; cada que, en resumen, alguien hace una chilangada de esas groseras que se sienten como un escupitajo en la cara. Nunca he recibido uno, pero ha de estar culero.

Empero, mi corazón defeño sólo había sido ligeramente quebrado en esas ocasiones. Jamás había sido demolido como ayer en la noche (siguiendo la lógica de que ya es las 2 y tantos minutos del sábado, es educado respetar la muerte el día anterior). Cuéntoles:

Gracias a una serie de eventos afortunados, he caído en manos de una empresa que me ha brindado la oportunidad de volver a enamorarme de lo que estudié durante cuatro laaaaaaaaaargos años y que ahora me cobija entre puro ingeniero. Dicha organización se localiza a la sombra de la desnuda Diana Cazadora, ergo, el metro Chapultepec me queda, como se dice en el bajo mundo, a tiro de piedra.

Como era viernes por la noche y yo no tenía planes de irme a perder el conocimiento ahogada en alcohol, decidí que quería caminar tranquilamente sobre Reforma y dejar que el viento me llevase suavemente a donde se le hinchara la gana. Llegué a la antes mencionada estación (porque la verdad, a la mera hora me dio hueva caminar hasta Auditorio) y decidí aventurarme en el tráfico que me podría proporcionar un viaje en trolebús.

En el paradero del mentado metro, otrora solía tomar un bello y ecológico trolebús que me dejaba en las puertas de un motel, atiborrado de amor y secreciones corporales, justamente a dos cuadras de mi casa, lo cual es muy conveniente para mis vetustas piernas que ya se cansan a la menor provocación. Me detuve en un puesto a comprar un chicle para cambiar mi moneda de cinco por cambio para dicho transporte y seguí caminando sin prisas.

Cuando por fin llegué al andén, donde siempre me formaba para esperar subir al trolebús (y vaya que esperaba porque esas madres pasaban cada media hora y bajo el rayo del sol era la muerte, pero aún así lo amaba) de repente lo vi todo rebosante de camiones y ninguna antenita que me indicara dónde estaba mi transporte mágico al que le pagaba dos pesos y me llevaba casi hasta mi casa.

Me acerqué a un checador, que estaba más en la pendeja que yo en pleno Mal del Puerco, y muy consternada le pregunté a qué hora dejaban de pasar los trolebuses que yo tanto amo. Él, así sin más, sin tacto, sin piedad, díjome: "¡Uuuuuuh, señorita! Esos dejaron de pasar hace meses, ya los vendieron todos y pusieron esas madres verdes que porque van más rápido."

Y ahí, justo en ese mismo pinche momento fue que, al mero estilo de Rafita cuando Lisa le rompe el corazón en plena grabación del programa de Krusty, se me hizo cagada el mío. Me podían ver en cámara lenta y hubiera tenido la misma cara de "¡Aaah, no mames, no sabía que el dolor emocional podría escalar tan rápido!" que puso el pobre hijo del Jefe Gorgory. Como yo estaba en pleno microinfarto por la ingrata sorpresa, sólo atine preguntar un ñango "¿Y 'ora?".

El ojete checador respondiome un seco "¿Para dónde vas?" y yo, todavía desencajada, le conté mi ruta y mi pesar y mi angustia y ¡no mames, compré un chicle nomás por el cambio! y la verga del muerto. Él me indicó que podía tomar "una de esas madres verdes" (refiriéndose a los camiones parecidos a los que van sobre Reforma) y que me acercarían a mi destino porque no había alguno que cubriera la ruta y el vacío en mi corazón que habían dejado los trolebuses.

Caminé hacia el andén de "las madres verdes" y me formé para subirme a una que me cobró 4.50 pesos por la mitad de un viaje que, en uno de mis amores, hubiera hecho por dos bellos pesos. Durante el trayecto, traté de leer el libro sobre el Enola Gay y la bomba en Hiroshima que me prestó mi novio, pero el dolor emocional me impidió concentrarme. No podía creer que un transporte tan noble pudiera ser eliminado así.

Al llegar a la Glorieta de Camarones, me bajé de "la madre verde" y me dispuse a caminar hasta mi casa (como catorce cuadras que me parecieron nada) mientras pensaba en los bellos momentos que pasé sobre un trolebús, como cuando subí a mi vecino más fresa a uno e iba encantado de la vida, atónito, incrédulo de viajar en un transporte que funcionase a través de electricidad y que fuese tan barato.

Sólo queda esperar que el tiempo y un camión que sustituya al trolebús en la ruta metro Rosario - metro Chapultepec y que cobre 2 pesos podrá sanar el vacío existencial que me ha dejado la SCT del Distrito Federal al haber jubilado a esos vehículos con antenitas que, aunque tuviera que esperarlos media hora, me facilitaban la llegada al dentista, a Reforma, a Polanco y a otros puntos de la ciudad por donde pasaba.

Extrañaré al trolebús y a la ruta porque ahora, como los pinches animales, tendré que llegar a esos puntos en camión, metro o microbús y gastar más dinero que mis amados dos pesos con los que viajaba en el vehículo con antenitas que tanto me gustaba... ¡Como los pinches animales, les digo!

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